Durante el mes de junio de 2011 la cabecera de selecciónARTE ha sido un detalle de ALEGRÍA DE VIVIR (LE BONHEUR DE VIVRE) de HENRI MATISSE. Óleo sobre lienzo pintado entre 1905 y 1906, mide 175 x 241 cm y se encuentra en la BARNES FOUNDATION, en MERION, junto a FILADELFIA.
Hace tiempo cité en selecciónARTE un libro que releo de vez en cuando: CONCEPTOS DE ARTE MODERNO. Recoge textos de distintos autores comentando los movimientos más representativos del arte moderno, desde el Fauvismo hasta nuestros días, o casi. Del primer capítulo, FAUVISMO, escrito por SARAH WHITFIELD, copio una interesante explicación del cuadro que nos ocupa: es un poco larga, pero vale la pena.
1906 fue un año triunfal para los fauves. El movimiento alcanzó su clímax en el Salon des Indépendants, donde Matisse, como ya ocurriera antes, dominó la exposición. Solamente expuso una pintura, Joie de Vivre, que va mucho más lejos que su obra de 1905. […] Joie de Vivre no es, claramente, una pintura fauve, al menos en el sentido de las obras de 1905; es un paso más allá, que señala la solución de Matisse al problema de adónde y a qué conducía el fauvismo (aunque cabe preguntarse si Matisse llegó a considerar alguna vez esto como un problema, a diferencia del resto de los fauves). Es un cuadro espléndidamente controlado, en el que cada línea y cada espacio contribuyen a expresar calma y tranquilidad: no hay nada superfluo. La atmósfera de lánguida sensualidad es un equivalente plástico perfecto de lo que había imagina do Baudelaire; y está trasmitido admirablemente por los suaves rosas y verdes y las flexibles Contorsiones de las parejas que se abrazan. Todo es lo más liviano posible; hasta los árboles meciéndose al fondo parecen tan transitorios como la atmósfera que expresan. Y se tiene la poderosa sensación de que la obra de Matisse es el resultado de una experimentación y un estudio pacientes, pues el artista exige tal orden y precisión a sus composiciones que nada se ha podido dejar al azar. Dos años más tarde apareció publicada una definición, característicamente lúcida, de cuáles eran sus objetivos:
Lo que busco, por encima de todo, es expresión... La expresión, a mi manera de ver, no consiste en la pasión reflejada por un rostro humano o traicionada por un gesto violento. La disposición en la que ordeno todo lo que hay en mi cuadro es expresiva. El lugar que ocupan las figuras y los objetos, el espacio vacío en torno, las proporciones, todo cumple una misión. La composición es el arte de ordenar los diversos elementos de que dispone el pintor para la expresión de sus sentimientos. En un cuadro han de ser visibles todas las partes, cumpliendo con el papel que se les haya conferido, sea principal o secundario. Todo lo que en el cuadro es innecesario va en detrimento del mismo. Una obra de arte debe ser armoniosa en su integridad; ya que los detalles superfluos usurparían, en la mente del espectador, el lugar que corresponde a los elementos esenciales.
Está claro que semejante afirmación y las obras que la precedieron serían impensables sin el ejemplo de Gauguin y de Seurat, pintores que se marcaron como objetivos composiciones simplificadas y, no obstante, formalmente organizadas. Al igual que Gauguin, Matisse creía que la armonía de los colores debería orientarse hacia los mismos principios que gobiernan la música: «No puedo copiar la naturaleza de un modo servil», escribió. «Debo interpretar la naturaleza y someterla al espíritu del cuadro. Cuando haya encontrado la relación entre todos los colores, el resultado debe ser una armonía viviente de colores, una armonía parecida a la de una composición musical.» Y ciertamente esta pintura hace pensar en una interpretación plástica de una composición de Debussy. El tratamiento que da a su pintura tiene sus raíces firmemente plantadas tanto en las aspiraciones poéticas de Gauguin como en el análisis cuasicientífico de Seurat. Es a la vez visionario y analítico, una pasmosa combinación que es el resultado de años de estudio.


En este caso, LA FIESTA BARROCA se fija en la corte de Felipe IV y su forma de celebrar, desde la política hasta el espectáculo pasando por la religión. Y de manera muy específica se centra en la imagen, la moda, el vestido: se han reproducido para esta exposición un buen número de trajes de época, a partir de cuadros. Además, hay algunos ornamentos y objetos litúrgicos, algunas piezas de escultura … En mi opinión el argumento resulta atractivo, pero es escaso, insuficiente: la exposición arranca bien, pero enseguida empieza a repetirse y decae el interés del visitante. Las piezas expuestas sin ser malas no son el no va más, y aunque las reproducciones de los vestidos son en general correctas hay alguna que parece salida de una tienda de disfraces. El espacio expositivo es la COLEGIATA DE SAN MIGUEL, que parece recién restaurada: un templo con cierto atractivo, con una buena sillería para el coro y alguna capilla vistosa, pero tampoco excepcional, y que resulta muy poco legible por la instalación de la propia exposición. Además están las cigüeñas, abundantísimas y orgullo de la casa (insisten en que posiblemente sea el edificio con la mayor colonia de cigüeñas blancas del mundo), que mi me dicen muy poco. En fin, que 


Pienso que TARAZONA sí que justifica un buen puñado de kilómetros.


En primer lugar vale al pena fijarse en el edificio, tan miesino (sigue la pauta marcada por MIES VAN DER ROHE) y tan interesante. Es obra de los arquitectos JAIME LÓPEZ DE ASIAÍN y ÁNGEL DÍAZ DOMÍNGUEZ, que en 1969 recibieron por este proyecto el Premio Nacional de Arquitectura (aunque no se inauguró hasta 1975). Inicialmente fue Museo de Arte Contemporáneo, y así lo recuerdo yo durante mis años universitarios: el Museo y la ETSAM son edificios vecinos. Los jardines que rodean el Museo están cuidados y son vistosos (hasta el punto que parece que se pueden celebrar eventos de particulares), y el recorrido de acceso desde la parte superior de la parcela está bien pensado, bajando hasta la plaza para después pasar por debajo del cuerpo edificado y entrar en la plaza-patio presidido por la torre, que desde esta perspectiva resulta muy vertical, muy estilizada: se clava en el cielo (lástima de la hora de mi visita, que fuerza unas fotografías hacia poniente poco afortunadas …).
La exposición permanente no presenta tanto tejidos como vestidos: es completamente lógico tratándose del MUSEO DEL TRAJE. Me ha gustado el recorrido a lo largo de la historia, por lo que muestra: como siempre, la ropa dice muchísimo de las personas que la llevaban, de sus ideas y de la sociedad donde vivían. Sin entrar en grandes profundidades, sorprende la sofisticación de algunas épocas, la buena ejecución de la ropa, y –una tontería- lo pequeña que era la gente. Me pareció detectar una evolución singular en el desarrollo de la indumentaria: del lujo a la seriedad para volver a la alegría; en el siglo XVIII y principios del XIX la ropa es rica y alegre, pero después, casi hasta los años veinte del siglo pasado, parece que el traje se hace más serio, mas … triste. No soy ningún experto, así que puede que este comentario no sea más que falta de conocimiento por mi parte o se explique sencillamente por las piezas que se exponen: quizá si nos enseñaran otras prendas la lectura sería distinta, no lo sé. El final del recorrido, con la sala dedicada a MARIANO FORTUNY (ahí sí que hay tejidos) y las otras de creadores del XX españoles e internacionales son muy ilustrativas. También vale la pena detenerse un momento en el espacio dedicado al traje regional y a la vestimenta profesional: curioso lo que se expone.
Además, hasta los primeros días de septiembre se puede visitar la exposición temporal BASALDÚA*EL TRAJE DE NOVIA, una de las firmas de más calidad del panorama de la moda española actual (me hizo gracia, por cierto, descubrir los trajes de algunas bodas a las que he asistido).
