Tenía
ganas de visitar LA QUINTA DE LOS MOLINOS: un parque urbano en la zona este de
Madrid, calle de Alcalá arriba, muy arriba. Me habían hablado de él,
insistiéndome en que los campos de cerezos eran magníficos, y que justo ahora
estaban impresionantemente bonitos; pero lo que más me llamó la atención fue un
breve comentario sobre el palacio que
está dentro de la finca. Tal y como me lo describieron pensé que podía tener
interés.
Estuve
ayer allí. Aunque el día no era espectacular –se fue nublando a medida que
avanzaba la mañana- los cerezos estaban en flor, y es verdad que resultan muy llamativos.
Pero he de reconocer que la finca, siendo sin duda interesante, no me apasionó.
Quizá lo más notable es encontrar ese ecosistema
en el centro de una ciudad como Madrid: verdaderamente uno podría estar en
pleno campo. Sólo la gente –mucha gente: niños, ancianos, corredores, gente
paseando perros, ciclistas, fotógrafos aficionados y no tan aficionados,
curiosos como yo…- te recuerdan constantemente que no estás en medio de la
nada.
Si
hablo hoy de mi visita es por el edificio, el palacio. Está cerrado, en obras. No sé qué uso tiene o ha tenido
desde que los herederos de su propietario y arquitecto, CÉSAR CORT BOTÍ, lo donaron
al ayuntamiento de Madrid en 1982. No pretendo contar su historia (seguro que
se puede leer en mil sitios), sino señalar una impresión: nada más verlo me
vino a la cabeza el PALACIO STOCLET, del gran JOSEF HOFFMANN (ya hemos hablado de él en seleccciónARTE), construido alrededor de 1910 en Bruselas para ADOLPHE
STOCLET, un banquero interesado en el arte.
Aunque
lo dudo seriamente, puede que los edificios no tengan nada que ver: puede que
CORT no tuviera noticia de la obra de HOFFMANN, o si la tenía no le sirvió de
referencia; estudios y estudiosos habrá que se hayan planteado esto, estoy
convenido. Pero aquí, sin afán de profundizar sesudamente, he de decir que nada
más ver el palacio de la QUINTA DE
LOS MOLINOS, interesante pero torpe, me vino a la cabeza -como una iluminación- no tanto la
comparación entre uno y otro, sino la enorme figura del Maestro, su genialidad; y, por contraste, la realidad del común de los mortales, que bebemos –y
vivimos- de los genios.
Larga
vida a JOSEF HOFFMANN, una cerrada ovación en su memoria. Y discreto aplauso
para CORT que, ojo, también se lo merece: tal vez no por su arquitectura pero
sí por su generosidad regalando a los madrileños la finca que debió ser su vida.
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